
Así se ha debido de llamar a mi hija, quien cumpleaños este día tan bello y especial. La Virgen me regaló el Milagro, de ser madre por primera vez, he iluminó el alma de mi pequeña, bendecida por ella, para ser la persona excepcional que es y a quien todos amamos. Elvia Josefina Herrera Mendoza.
De mi libro: Historias cuentos y sabores de Mia, les ofrezco el relato de su nacimiento.

La princesa con su penacho indígena.
Como todos los domingos, salíamos las dos primas, embarazadas, primigestas, a caminar las barrigas, como decía yo. Nos pavoneábamos, orgullosas con nuestros respectivos maridos, y nuestros vientres hinchados a punto de estallar. Agarradas del brazo de nuestros esposos, las mujeres hablábamos de lo que habíamos tejido y si teníamos la canastilla lista, mientras, que con la otra mano sobábamos la barriga para sentir el pataleo de los niños, gestos característicos de las mujeres preñadas.
Ellos, estaban pendiente de la próxima pelea del boxeo, la pelea del siglo como la llamaban, entre George Foreman “Big George” y Muhammad Ali “The Greatest.” Hacían sus apuestas y planes para verla juntos tomándose una cerveza.
Después de una larga caminata, a las preñaditas nos daban los antojos por helados, que nuestros maridos complacían con el mayor de los gustos, porque también lo disfrutaban. Comiendo mi heladito de fresas, en esa rica heladería que quedaba a dos manzanas de la casa, sentí como corría un líquido de entre mis piernas, y moje el asiento
–– ¡Qué vergüenza, José Luis! ––le dije a mi esposo, que era medico obstetra.
––Creo que he roto fuentes, o tengo una fisura, mojé el asiento. Dame servilletas para secarlo, creerán que me hice pipi.
––No, —dijo él––. Se está adelantando el parto, el niño está previsto para llegar en doce días, que es tu fecha de parto.
Nos fuimos a casa por si seguía perdiendo líquido, o se me acrecentaban las contracciones.
Al otro día, martes ocho de diciembre, día de la Virgen de la Inmaculada, seguía con el dolor de vientre y perdiendo poco líquido. José Luis tomaba el tiempo de las contracciones y decidimos irnos a la clínica para que me examinara el doctor, quien era mi cuñado Darío, casado con mi hermana mayor María Josefina.
Encontró que el cuello del útero se había borrado y estaba iniciando un proceso de parto.
––José Luis llévala a casa y la traes preparada para hospitalizarla–– dijo mi cuñado.
Pasé por casa de mi mama, antes de ir al hospital, para avisarle y darles la noticia que iba a nacer su primer nieto. Mi mamá me preparó un atole de Maicena, porque no podía irme, sin nada en el estómago y así emprendí el camino a la clínica con mi canastilla de amarillo, porque en ese entonces todo quedaba a voluntad de Dios. Lo que viniera, si era niño o niña, sería bien recibido. Me acompañaba mi inexperiencia de primigesta, pensando que todo sería rápido y la alegría e ilusión de mi primer hijo. No voy a decir los nervios, porque nunca los sentí.
Al llegar a clínica, me dieron habitación y me arreglaron para empezar y acelerar el parto, afeitada, enema y Pitosín en vena, para acelerar las contracciones y los dolores también. Aquella noche era la pelea más famosa de la historia del boxeo y todos estaban esperando verla en la televisión. Era lo único que oía hablar entre las enfermeras y los médicos. Mi papá, médico viejo ya estaba preparado para el advenimiento de su primer nieto, estaba allí acompañándome. Todos los otros doctores estaban nerviosos, no sé si era porque mi padre, con su experiencia, los intimidaba, o porque se podían perder el boxeo. Tardé mucho, no dilataba bien, unas seis horas de trabajo de parto o más. Me dio la anestesia el futuro padrino del bebé, médico anestesiólogo y mejor amigo de José Luis. Con la epidural se me aliviaron los dolores, por un rato, pero empecé a vomitar el atol de maicena que me hiciera mi mami, con tanto amor, y con lo extendido del alumbramiento perdí la anestesia.
Entre contracciones, dolor, los espasmos del vómito y los gritos del boxeo seguía yo con mi proceso, ¡que ya no aguantaba! ¡Ya no tenía más nada que expulsar, solo bilis!
De vez en cuando llegaban mi cuñado y mi esposo a revisar las dilataciones del útero, mientras, mi papá no se movía de mi lado, me agarraba la mano y me pasaba el envase del vómito, me limpiaba y me acariciaba la cabeza, me ayudaba a incorporarme para seguir vomitando. Protestaba porque estaban pendientes de la pelea del siglo y no de mi parto.
Llegó un momento en que perdió la paciencia y fue a la habitación de los médicos, contigua al quirófano, a preguntarles si es que me iban a dejar sola, pariendo o era él quien me debía de atender. Así salieron los tres médicos apuraditos, mi esposo, mi cuñado y el padrino, diciendo:
— ¡No doctor no se preocupe, ya estamos aquí!
Empezaron las enfermeras montadas en mi barriga a empujar, para ayudar a que el bebé saliera, estaba atascado. Eso acrecentaba mi dolor. En aquel entonces, una cesárea era el último recurso.
—Hay que cortar, la episiotomía, has la incisión en el perineo. Es un trabajo de parto laborioso hay que ayudarla. —decía mi padre con voz grave, viendo que mi cuñado no tomaba la determinación.
—Hay que hacer la episiotomía, no sale el feto, abre el camino, para que salga la vida, y no se desgarre hasta el recto.
—Sí, si doctor ya– respondió mi cuñado.
Yo solo veía la figura de mi padre enfrente de mí, detrás del mi cuñado que hacia el procedimiento. Mi esposo me agarraba la mano y me pasaba el envase del vómito. Con cada esfuerzo por vomitar ayudaba también a pujar.
Mi papa, con voz muy pausada le habló a mi cuñado.
—Hay que ayudar con un fórceps.
—Eso estaba esperando doctor, que usted me dijera. —Respondió Darío.
No se atrevían a tomar ninguna decisión sin que él la autorizara.
Yo seguía con mis vómitos y dolores horribles. Mujer que no ha parido nunca no se imagina lo que es eso. Es tan intenso que sentía que me desmayaba. Solo escuchaba unos gritos
— ¡Dale, dale duro, túmbalo!
—Denle más volumen al televisor para escuchar la pelea–– dice el doctor
— ¡Cónchale!
— ¿Qué pasó?– dijo mi papá– ¿Algo va mal?
—¡Nooo! ¡como que hay knockout! –Respondió el médico anestesista—. 1, 2, 3 se levantó.
Y yo sin saber que pasaba, vomitaba ya la bilis, y gritaba – ¡más nunca come atole de Maicena!– y preguntaba al doctor.
— ¿Por qué te levantas? Sácame a ese muchacho. ¡Ay me duele! ¡Ay, no aguanto más!
—Allí viene, allí está la cabeza, utiliza el Fórceps y sácalo —Decía mi papá, pendiente de mi sufrimiento
–– ¡Rótalo, rótalo! ¡Puja, puja duro, hija!
— ¡Dale duro termínalo de rematar!
— ¡No, no lo rematen! —gritaba yo desesperada pensando que era conmigo, que yo pujo…
— ¡Puja, puja más fuerte, empújale la barriga! —ordenaba mi papa a la enfermera que estaba sobre mi panza.
—Dale un golpe en la cara termínalo.
—Dale, dale, ¡puja, puja!
— ¡Knockout!
Y se escucha el llanto…
— ¡Ya salió! —dice mi padre respirando hondo.
— ¡Ya lo tumbaron! una dos 3 4 5 6 7 8 9 10… ¡no se para!
—Está bien, está sana. ¡Es una niña! Están contando los deditos, diez, están completos.
—No se puede parar es un bebé, pero llora– dije yo a punto de desmayarme, sin comprender.
– ¡NOOO es Knockout!
—Quiero verla —digo yo llena de vómito. Ese olor no me abandonó durante todo el embarazo y terminé pariendo cubierta de él.
—Quiero verla —dije con una voz entre alegría y dolor.
—La están limpiando. Responden.
— ¡No se levantó, no se levantó ganó, ganó!,… Se abrazaban, brincaban
¡Pensaba que eran esas demostraciones de alegría por el nacimiento de mi hija!
José Luis lloraba.
—Aquí esta nuestra hija mi amor– y me enseñó a la niña más linda, producto del amor que fue traída al mundo con el dolor más profundo de parto pero con la felicidad, mas grande y esperada.
—Pero, ¿Qué tiene en la cabeza? —Pregunté—, ¿un golpe? ¿Quién le pegó, fue el Fórceps?
—No dice mi esposo– es el cabello parado.
¡No, no es eso! —Respondí—, es un penacho de princesa indígena.
Y mi padre dijo en voz alta y fuerte para que no hubiese dudas….
—Sí, tiene mucho cabello y un gran remolino que le levante el pelo, será tu princesa indígena y se llamará como sus dos abuelas, Elvia Josefina…
Si teníamos nombres seleccionados todos nos quedamos callados…Y así hija mía, siempre serás mi princesa, con tu penacho de cabellos que asemejan las plumas de los indígenas adornando tu bello rostro. Ese es el recuerdo imperecedero de la primera vez que te vi.
NOTA.- Ahora comprenderán porque no se llamó Inmaculada Concepción.